18.8.09
1984
Era una de las noches más frías que se recordaban. Una furgoneta llena de muebles aguardaba abajo. Mis hermanos y yo nos montamos en el coche como pudimos, entre maletas y ropas. Pegado a mí estaba el canario en su jaula. Sentía a todo el mundo muy activo y yo, que había ayudado, estaba muy cansada. Me pasaban imágenes de esa tarde por la cabeza. Muchos trastos, movimientos, lágrimas. Ayudando a sacar un mueble encontré un bulto rosa. Era la bici de la Nancy que había pedido para reyes. Y el canario seguía piando en mi oreja. No paró ni cuando llegamos a casa de mis tíos. Ellos se ofrecieron a ayudarnos a trasladar los muebles en su furgoneta y vendrían con nosotros hasta “ese sitio nuevo”. Pero antes teníamos que comernos las uvas. Ellos reían, se tomaban a broma los petardos, los fuegos artificiales. Mi familia y yo, no. Sin dormir volvimos a montarnos en el coche, a las dos de la mañana. Al amanecer llegamos a un pueblo fantasma. Mi madre, acostumbrada a la ciudad, lloraba. Mi padre iba de un lado a otro, preocupado. Mis hermanos y yo mirábamos. Ni siquiera nos percatamos cuando se fueron mis tíos.
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