14.12.08

Una noche de funky christmas


La noche era fría. Pero fría, fría. Y (para los que dicen que cuando llueve no hace frío) además, llovía. Buscando aparcamiento pasamos por la sala. Allí estaban nuestros amigos esperándonos y, como no, no nos vieron. Seguimos unas calles y nada, vuelta atrás a ver si en estos minutos alguien salió de su aparcamiento. De nuevo en la sala, de nuevo mis amigos mirando al infinito (por donde, se suponía que veníamos), saludando como una loca y, de nuevo, no nos vieron. Más adelante parecía que había un sitio libre. Nada. Ahí cabe como mucho la casita de un perro. Y otra vez vuelta atrás, la sala, los amigos en babia, saludando como una loca, ahora una loca escéptica, y nada, ellos sin vernos. Decidimos aparcar en un sitio con nombre, que en todas las ciudades sonaría así como "el quinto coño". Nos bajamos del coche embarrado. Yo parecía un muñeco de nieve de la cantidad de ropa que llevaba. Las suelas mínimas de mis botas traspasaban el hielo del asfalto y por un momento creí que estaban mojadas.
Ya en la sala pagamos religiosamente nuestros cinco euros y en la entrada una chica esperaba con un sólo abrigo (sería el suyo) a que alguien dejase sus bártulos pagando. Ya dentro, todo oscuro, mi abrigo zepelín pesaba cuatro quintales y yo sin saber dónde dejarlo. Ahí me véis con algo plastificado en las manos, más grande que yo y, para pasar desapercibido, rojo. Un hombre con pintas de rockabilly enmohecido salió al escenario y cantó algo así como "si supieras los alquileres que debo te echas a llorar" en una canción en la que el estribillo era "hasta las tantas". Ya con el cachondeo, a cada frase que terminaba, cantábamos ¡haaasta las taaantas¡. En palabras de mi amiga el hombre y sus conjuntos era "totá". El pelo engominado a brochazos, tanto que brillaba el pelo como si se le hubiese caído un huevo (nos llevamos bastante tiempo en averiguar que, realmente, no era huevo). Contaba que tenía 30 años, que no tenía nada y que alguien le dejó. Con un roto en el pantalón que se abrió más de lo necesario cuando se dio la vuelta e hizo un movimiento de caderas. La sala estaba llena como la mitad. Sólo la parte más alejada del escenario. Pero cuando entró "la banda" se movió la muchedumbre, entrando de no se sabe dónde, y unos sillones al lado del escenario quedaron libres. Todos querían estar ahora de pie. Pero yo sólo pensaba en mi pesado zepelín rojo, así que, disparada, tomé por banda los sillones y los llené de mi edredón nórdico portátil, por fin. Me di cuenta que íbamos a ver menos que un gato de yeso pero la sala estaba ya a reventar y no cabíamos en otro sitio que en el que estábamos.
Fue subiendo el grupo. El batería, vestido muy sencillo y pelo corto. Le llamamos el informático por su cara de buen chico estudioso. El bajo era una mezcla de Santi Millán con las pintas de los Oasis. El guitarra tocaba agachado, mirando siempre al suelo con los pelos en la cara. El cantante-saxo, pelos largos desgreñados y traje con corbata (esta vez el armónica no la llevaba, sólo un pañuelo rojo alrededor del cuello, cuidando quizá la salud con estos fríos invernales). Al fondo los de viento. Un saxo que hablaba con alguien a lo lejos diciéndole por gestos que modulasen en algo el sonido. Un argentino alto, y otros dos que casi no veíamos. Al bajo, guitarra y batería casi los podíamos tocar con la mano.
Tocaron funky, funky del bueno. Y un rythm and blues. Miraba alrededor y todo el mundo se movía, estabas obligado a llevar el ritmo de una manera u otra. Salía una energía que era mucho más que la suma de las partes de los distintos componentes. El batería sonreía, vocalizaba algo para llevar el ritmo, el guitarra seguía mirando al suelo y el bajo tocaba de lado a la gente (de frente a nosotros). Y todos llevados como por una ola de viento que les hacía ir acompasados y que nos arrastraba a todos. Nosotros riendo, felices (también es cierto que teníamos demasiado cerca la barra) y repitiendo, "qué buenos, qué buenos". Cuando salieron por primera vez, antes de pedir "otra, otra" me di cuenta de que ya se terminaba. Me pareció increíble, daba la sensación de que hubiesen tocado dos o tres, tan rápido se me pasó el tiempo. Volvieron a tocar unas cuantas, la última apoteósica. En ella saltaron todos a nuestro lado, fuera ya del escenario, y dejaron tocando solos a batería y percusión. Impresionante. Los demás, mientras, enlazados por los hombros y riendo. Algunos incluso se abrazaron. Y se terminó. Quise acercarme a ellos a decirles "habéis estao esageraos", pero siempre estaban rodeados de gente y tampoco quise molestar. Fui al servicio con mis amigas, hablando de lo injusta que es la vida, cómo unos chicos que tocan tan bien no tienen la mitad de la fama de Alejandro Sanz, cuando son infinitamente mejores. Cuando salí, mirándome al espejo, una chica se me acerca y me dice que qué vestido más bonito tengo (¡). Le respondí que si ella supiera dónde me lo compré... A lo que ella me contestó que no, que no era tanto el vestido como la manera de llevarlo, que se notaba dónde había clase, y con clase poco más se necesitaba... Si algo he creído en mi vida es que, precisamente llevar un vestido, no sé. Pero en fín. Me alegré más si cabe. Y cuando ya nos íbamos, en la puerta de la sala, charlamos un rato con el batería. Toca en el otro grupo el bajo y nos parecía algo así como un expediente X poder tocar y bien dos instrumentos. Él dijo que su vocación era la batería pero que los dos grupos eran "sus dos novias". A todo esto mi amiga hacía palmas con las orejas, eso sí, callada y muerta de vergüenza. Volvimos a casa con mucho frío (después de sudar en el concierto) y, como no, con el disco de ellos puesto en el coche.

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