22.11.09

1989

Lo paso muy mal esquiando. Mi amiga y yo somos las más torpes del grupo. No somos capaces de subir en el tele-arrastre, así que, mientras todos esquían en las montañas más altas y complicadas, nosotras nos quedamos abajo tirándonos bolas de nieve.
Lo peor son las tardes, cuando vemos en el albergue la grabación de lo que se ha hecho por la mañana. Siempre sale un puntito rojo cayéndose al suelo blanco, una, y otra, y otra vez; a mi madre no se le ocurrió otra cosa que vestirme toda de rojo.
Le digo a la monitora que me siento mal, que hoy no puedo ir a esquiar. Como de verdad tengo mala cara, se lo creen. Eso sí, tengo que ir con ellos y esperarles en la montaña.
Veo cómo van saliendo poco a poco del autobús, todos muy contentos. Pero alguien permanece sentado. Me sobresalto cuando me doy cuenta de que es él.
Recuerdo cómo entró en el autobús un pueblo más tarde. Se sentó detrás de nosotras y, mientras rascaba algo en el asiento, describía en voz alta el tipo de curva que recorríamos. Curva de 180 grados. Curva de 90 grados… Toda la semana lo estuve espiando en el albergue. Es de Madrid, como yo. Somos los únicos de fuera. Y ahora está aquí. De pronto se levanta. Se acerca y me sonríe. Propone que vayamos al banquito de la montaña.
Sentados, los dos solos frente a una mole nevada, podemos ver a todo el grupo esquiando, los de su colegio, los del mío, los monitores y el cielo.

1 comentario:

ignatiusmismo dijo...

No sé si te lo he dicho ya, Silvia, pero de un tiempo a esta parte he notado que cuanto más sencillo escribes más llegan las cosas que quieres decir. Te siento cotidiana y eso me gusta. Bueno pasé a saludarte como siempre :-)