Todavía no es Diciembre, y ya estamos en Navidad. Toda la ciudad decorada con luces, Papá Noeles, "Felicidades" y villancicos. Hay más gente en las calles que nunca, casi a cualquier hora, comprando, mirando, parejas que se dan la mano, niños pequeños con cinco o seis juguetes en cada mano, carricoches que en la multitud se hacen enormes, colores, risas y bufandas. Esta es la ciudad que anda, que corre, que tiene cosas que hacer, que mirar y que comprar. Sentados en los rincones y apoyados en las paredes está la otra Sevilla. Una anciana sin piernas en una silla de ruedas, con los ojos en el horizonte. Un cuarteto de cuerda tocando el "Adagio" de Albinoni. Chicos jóvenes, argentinos y limpios. Los peruanos, todos pequeñitos e iguales, casi tan bajitos como sus hijos, mostrando encima de las mantas los jerseys, guantes, bolsos y bufandas multicolores. Debe ser verdaderamente Navidad. El otro día pasó un coche de policía a su lado y no les dijeron nada, hicieron como que no les vieron. Y no todos son extranjeros. Hay españoles, de unos cuarenta años, sucios, muy sucios, casi negros y esqueléticos, que extienden una mano con la cabeza agachada y los ojos cerrados, como con vergüenza. Siempre son hombres, pero me extrañó ver hace unas semanas a una mujer muy joven, echada en el escalón de entrada de una casa antigua, entre cartones, acariciando a un perro muy grande y pulgoso. La miraban sorprendidos. Tan joven, tan guapa. Incluso un hombre sacó de su cartera algo así como un billete. Luego están los gitanos, nunca se sientan o se apoyan o se paran. Son los únicos que piden de manera activa, no esperan, te persiguen, te gritan y si no les das dinero, más de un euro, claro, por su ramita de romero, te maldicen, insultan y, a veces, escupen al suelo. Y fuera de la muchedumbre, en los semáforos de la ciudad, los subsaharianos que venden pañuelos, en verano sudando, cuando llueve bajo un paraguas viejo y roto atado a un gorro de lana o a la chaqueta (no sé cómo) y en invierno tiritando.
Hace unos años hicimos por Navidad un trabajo para la universidad, nuestra buena obra del año, ir a hablar con los "sin techo". Nos encontramos con un hombre de unos cincuenta años, canoso, de pelo muy largo y barba, que siempre estaba rodeado de perros y gatos, más de cinco. Fuese a donde fuese le seguían, obedecían y por las noches le daban calorcito mejor que la mejor manta. Les enseñaba a dar la patita, no se peleaban nunca entre ellos, y no se separaban de él más de dos pasos. Era Yugoslavo. En la guerra se había quedado sin casa ni familia ni trabajo, sin nada. Y tampoco se podía quedar allí, pues era bosnio en tierra servia, y le iba la vida en ello, así que tuvo que partir. Como no tenía dinero fue andando a lo largo de Europa durante años, siempre en busca de un tiempo mejor que no le hiciera más difícil dormir al aire libre, hasta que llegó a España. Le gusta por el clima, poco frío, y la gente suele ser solidaria y les ayudan, a él y a sus animales a comer. Pero cuando vienen los trabajadores sociales y le mandan a un albergue no le gusta nada. Lo de bañarse le da igual, pero lo que no soporta es dormir, mirar hacia arriba para que las estrellas le canten la nana de todas las noches, y encontrarse con un muro de ladrillo y hormigón.
Perforaciones
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La realidad es como un muro con el que a veces chocamos y otras somos
capaces de traspasar.
Hace 3 horas