16.1.12

1985

Son ya las once y mis hermanos están pegando gritos para que despierte ¡han llegado los reyes! Las voces hacen eco en la casa sin muebles. En el salón sólo hay tres bultitos. En el suelo veo la bici de muñeca que mi padre me regaló dos días antes. Entre sus ruedas hay un desgastado y pequeño billete. Estoy a punto de echar a llorar, cuando aparece mi madre con un paquete enorme de cartón. Sé que es de mi abuela, porque los reyes no envuelven los regalos. Hay dulces, embutidos de pueblo, ropa para mi hermana, juguetes para mi hermano y algo para mí. Una muñeca con los ojos negros achinados, toda de blanco, con el pelo azabache y muy largo. Le doy cuerda y suena una musiquilla oriental. En la carta que llega con el paquete mi abuela cuenta que me regaló esa muñeca porque le recuerda a mí.

1982

Siempre me toca mantequilla en los recreos. No sé qué creencias de mi madre sustentan ese fanatismo: Jamón York con mantequilla, salchichón con mantequilla... Veo a mis compañeros con donuts, bollicaos y phoskitos y me siento menos. Pero eso sí: tengo los mejores hermanos. Él llega del colegio de los mayores con sonrisa de golfillo y se convierte en el jefe de los niños de mi clase. Todos le siguen, corriendo palo en ristre, para pegarle a los malvados, imaginarios o reales, que llenan el barrio. Mi hermana me trae los bocadillos, y se esfuerza en quitarles la mantequilla. Mientras mis compañeros juegan a acción, verdad o beso, yo me quedo esperándoles.