4.9.08

Entrevista de trabajo

Entré en un despacho pequeño, sucio. Sólo se oían gritos y voces, que si María es estúpida, tú qué sabes, qué bueno está Pepito... Me acerqué a un hombre gordo, calvo y grasiento que era el único que estaba sentado, y le pregunté si era ahí para la entrevista de trabajo. Sí, sí, aquí es. ¿Aquí?. Sí, sí, siéntate. Vale, vale. Me preguntó de todo, desde mi edad hasta qué haría en el caso hipotético de que Bin Laden pusiera una bomba en su empresa. Yo le miraba a los ojos y le intentaba hablar con toda honradez. Él, ni siquiera me miraba, escribía algo en un papel (que ponía quiniela) y, de vez en cuando, levantaba la cabeza para sonreirme sin ganas. Al final me da la mano y me dice que le he gustado mucho, que el lunes sin falta me llamará, para bien o para mal.
Llega el lunes, una del mediodía, y nada. Trabajarán por la tarde, digo yo. Lunes a las 8, nada. Lo dejarán para lo último. 10 de la noche. No me han llamado. Me queda la opción de llamar mañana a primera hora. A lo mejor lo que quieren es eso, ver interés.
Martes por la mañana. ¿Está Don Bartolo Mendrugo?. Pues no, de parte de quién. De Silvia María Álvarez. Tuve con él una entrevista el jueves. Pues no, ahora mismo no está. ¿Sabe cuándo puedo contactar con él?. Pues no. ¿Estará esta tarde?. Pues no lo sé. Pues muchas gracias por toda la información.
Después de pasar toda la noche del martes sin dormir decidí que tenía que hacer algo. Voy a ir al despacho. Me presenté a primera hora, con ojeras y la cara gris (para mí madrugar es equivalente a la tortura china para la gente normal). Más que una persona parecía un perro. Venía a pedir explicaciones cuando sabía que no las había. Venía a matar (verbalmente) a quien hiciera falta. Ésta no era la primera vez que me pasaba. Nunca me habían dado explicaciones, hoy, por encima de mi cadáver, me las iban a dar.
El despacho estaba más abarrotado que nunca. Funcionarias con sus bebés en brazos, hombres delante de la televisión mientras se toman un café, un enano que pasa corriendo (todo lo que le dejan sus piernecitas) detrás de un balón de fútbol, algunos estaban echando una cabezadita, apoyados en la mesa, o en el respaldo de la silla, o encima de la mesa, o en medio del pasillo... Tuve que saltar a un "durmiente" como pude y llegué al lugar de la entrevista. Y allí estaba el mismo gordo y seboso calvo. Buenos días. Se asustó, estaba a punto de formar parte del grupo de los "durmientes". Ah, ¿¡qué quieres?!. Que me diga por qué no me llamaron el lunes. Si hay algún problema pienso solucionarlo, soy capaz de adaptarme a lo que me pidan, soy trabajadora, sólo tienen que decirme qué es lo que quieren... Pero en ese momento me dí cuenta. Él no me estaba escuchando. Allí no había nadie trabajador ni adaptable. Me pregunté qué hacía yo allí. Pero me volvió a crecer la duda y las ganas de saber por qué. Así que se lo volví a preguntar. ¿Entonces por qué?. Estaba mirando hacia abajo, escribiendo algo en su papel, cuando dejó de hacerlo, agachó la cabeza, cada vez más, hasta que la apoyó en la mesa. Esperé. Quizá estaba pensando en cómo decírmelo. Cuando empecé a oir ronquidos. No me lo podía creer. Me entraron ganas de apretar su carne sebosa hasta hacerle aparecer la lengua y ver sus ojos salidos de sus órbitas saludando a su nuevo estado inerte. Miraba su piel grasienta. La calva con algunos pelillos casi rizados. Y la baba que iba cayendo poco a poco en la mesa. Cogí una silla, la levanté por encima de mí... Pero alguien me sujetó. Volví la cabeza y ví a todos mirándome. El enano, los niños, los hombres de las teles (que ya no sonaban), las funcionarias, los durmientes, todos, me miraban. Pero eran distintos. Un tono gris les teñía, incluso, diría, casi mortecino. Un bebé de unos dos años (gris también) se agarraba la cara y se arrancaba de cuajo una mejilla. La observó partíendose de risa, y me la tiró a los pies. Entonces entendí. Salí corriendo hacia la puerta, pero me cerraron el paso en cuando se dieron cuenta de mis intenciones. Intenté zafarme, algunos me cogían del brazo, pero otros nuevos aparecían. Y de pronto empecé a oir unas voces, primero lejanas, luego completamente audibles, hasta convertirse en alaridos. Y siempre decían lo mismo. "Para tí, no". "Para tí, no".

5 comentarios:

carlosasecas dijo...

Que razón tenía Kafka al mostrarnos, por medio de los ambientes oficinezcos, el infierno de todos tan temido (y el más cercano que nos aguarda a la vuelta de cualquier trámite o al buscar explicaciones).
Un abrazo desde el Mictlán (ese otro inframundo grisaceo y sórdido).

Anónimo dijo...

Uff, no debería haber leido esto a la 1 de la mañana, ¿cómo me duermo ahora? eres genial, un beso!

Rodolfo N dijo...

Si es una historia verídica, a mas de lo anecdótico, muestra una realidad del capitalismo mortecino y tangencial de nuestros periféricos países.
Si es una abstracción o una creación, es muy real y emblemática.
De todas formas ,me encanta como narras.

Joselu dijo...

Un universo perverso da poder a estos engendros patéticos. Tu relato tiene rasgos caricaturescos pero revela realidades habituales.

Diego dijo...

Es una historia aterradora. Hay un regusto kafkiano, sí, pero creo que el final va más allá: hay una locura dionisíaca que estremece. Excelente. Un abrazo.